miércoles, 20 de marzo de 2013

Las cárceles no dan abasto, ¿qué hacemos?


Foto: tomada de www.juanmannuelgalan.com

Que eso esté pasando en una sociedad es grave. Y la solución no es la construcción de nuevos centros penitenciarios, al menos no es la de largo plazo. Eso es como ponerle paños de agua tibia a una fractura, calma el dolor por un instante, pero al cabo de un tiempo reaparece con más fuerza.

La cárcel Modelo de Bogotá, con capacidad para 2.907 internos alberga en este momento 6.958 reclusos. Es decir, un 139% más de su capacidad real. Pero el hacinamiento no es exclusivo de las grandes ciudades, el establecimiento carcelario de Mocoa Putumayo, que puede alojar 360 presos, hoy tiene 680, 88,9% más de su capacidad. Según cifras del censo carcelario manejado por el Inpec con corte a febrero 28 de este año.  

Las noticias de cárceles hacinadas que estamos viendo por estos días en la televisión es el síntoma más diciente de una sociedad enferma. Padecemos un cáncer que hizo metástasis y deberíamos empezar por preguntarnos por qué delinquen las personas.

Son muchas las razones, pero normalmente, la mayoría de los presos de este país provienen de hogares disfuncionales. Se los digo con conocimiento de causa, pues trabajé para el Inpec por más de cuatro años.

Cuando se habla con los internos y se conocen sus historias de vida se encuentran factores comunes: pobreza extrema, padres con problemas de adicción a las drogas o al alcohol, y madres que toleran esta situación “porque fue la vida que les tocó vivir”.

Pero  no nos digamos mentiras, también hay delincuentes de clases altas. En la estirpe más educada de este país, la que más oportunidades de educación tuvo en las mejores universidades de Colombia y del extranjero. De esos encontramos muchos en el pabellón de  parapolíticos de la Picota.

Y también los hay en la clase media, gente del barrio, la que conocemos usted y yo desde niños, que crecieron con nosotros y a los que suponemos nunca les faltó nada. Esos casos en los que a uno le queda difícil entender cómo una persona con unos papás tan buenos y ejemplares  terminan en la cárcel.

Pues bien, hay un común denominador en los delincuentes de las tres clases sociales: una crisis de valores. Como dijo el saliente presidente del Grupo Éxito Gonzalo Restrepo, en una entrevista con la revista Semana: "la juventud de hoy, por muchos fenómenos que vivió el país, quiere que el éxito llegue muy rápido, sin el trabajo prolongado, sin mucha persistencia y sin mucha lucha. Y todas las cosas van llegando en el momento oportuno... La cultura mafiosa y del dinero rápido acabó con una forma de trabajar, de sembrar y cultivar”.

Es responsabilidad de  nosotros, los padres de las nuevas generaciones, enseñar a nuestros hijos que toda meta tiene un proceso, y que se debe trabajar de manera inteligente, metódica y constante para alcanzarla.

Debemos enseñarles a tener cero tolerancia con el delito y la trampa. Y eso se hace con el ejemplo. No pretendamos formar personas honestas cuando tenemos un código de ética endeble que nos hace proclives a algunos actos que pueden parecer insignificantes pero que lanzan mensajes equivocados a nuestros hijos.
  
Por ejemplo, robar televisión por cable o pegársele al vecino porque así es más barato; pasarse un semáforo en rojo; buscarle la trampa a los impuestos para pagar menos; comprar películas piratas y apoyar una industria delictiva millonaria que viola los derechos de autor; o hacer declaraciones de ingresos falsas para pagar menos en la universidad de nuestros hijos. En fin, esa cultura del vivo, que parece inofensiva, no es más que la legitimación de la trampa y el delito para nuestros hijos.

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